sábado, 25 de abril de 2009

La política del miedo

Editorial I


Durante los últimos años, los argentinos nos fuimos habituando a la sustitución del diálogo por la fuerza

La historia del miedo como sentimiento habitual en la vida pública argentina es la historia del autoritarismo y de la baja calidad de nuestra organización colectiva. Guerras civiles, dictaduras, terrorismo y crimen han sido algunos de sus mil rostros.

En alguna medida, tras la reapertura democrática de 1983 la sociedad argentina cerró una larga era de temor.

Pero, sin llegar a los extremos de otras épocas, en que el conflicto político incluía la eliminación física del que pensaba distinto, durante los últimos años los argentinos nos fuimos habituando a la sustitución del diálogo por la fuerza. Piquetes, escraches, tomas de edificios se convirtieron en métodos habituales para reclamar o protestar, mientras languidecían las instituciones destinadas a la deliberación y la resolución de diferencias, como el Congreso o la Justicia.

En el contexto de aquellas turbulencias, tal vez pasó inadvertida la aparición de un fenómeno que parecía descartado para siempre en nuestra práctica política: en 2003, llegó a la Casa Rosada un gobierno muy propenso a utilizar el temor como estrategia de dominación. En un primer momento, esa tendencia fue confundida con un camino aceptable para restaurar la autoridad presidencial. Pero con el paso del tiempo se hizo evidente que constituía una desviación.

El liderazgo de Néstor Kirchner se ha caracterizado por confiar demasiado en la intimidación como táctica para alcanzar objetivos políticos. Durante su apogeo se volvieron habituales la agresión verbal hacia instituciones e individuos, identificados con nombre y apellido, en los discursos oficiales. La descalificación, y aun la difamación, canalizada a través de los medios de comunicación que han crecido al amparo oficial, se volvieron moneda corriente.

Dirigentes empresariales, de la oposición y del propio Gobierno toman innumerables recaudos a la hora de hablar por teléfono o enviar un correo electrónico, convencidos de que ya nadie es dueño de su privacidad ante un Estado que todo lo espía o que, en la hipótesis más benévola, se muestra impotente para impedir que cualquiera acceda a la intimidad de los demás.

En la gestión agropecuaria, de precios, de telecomunicaciones o de energía, las disposiciones técnicas y reglamentarias fueron sustituidas por la prepotencia más grosera. El insulto y la amenaza se constituyeron en los recursos principales de la administración. Un funcionario de jerarquía intermedia como Guillermo Moreno quedó identificado como el principal exponente de ese estilo. Pero no hay dudas de que Moreno ha sido el ejecutor más eficiente de un método consagrado por las máximas autoridades políticas.

La estrategia del amedrentamiento se vuelve atractiva para quien supone que el otro no es un crítico al que hay que convencer, sino un enemigo al que es preciso aplastar.

Estos procedimientos no prosperan en cualquier atmósfera. Deben contar, en principio, con un gran menosprecio por las reglas y, en especial, con una gran confusión entre la esfera del Estado, la del gobierno y la del partido. También requieren cierta retracción de la dirigencia social (empresarial, sindical, periodística, religiosa), que, por pusilanimidad o por falta de autoridad moral, prefiere allanarse a la voluntad del más fuerte. El país ha sido testigo de casos lamentables -fueron muy frecuentes durante la incautación de los fondos de las AFJP- de empresarios que bendijeron en público las arbitrariedades con que el Gobierno dañaba su patrimonio.

Muy recientemente, asistimos a otra muestra del triunfo de la política del miedo en el ámbito universitario. Más precisamente en la Facultad de Ingeniería de la UBA, donde sus autoridades decidieron cancelar, pocas horas antes del acto, la presentación de un trabajo técnico de ocho ex secretarios de Energía, por juzgar que se trataba de "una postura parcial y opositora". Es lamentable: el miedo se mezcló con la intolerancia y amenaza la autonomía universitaria.

Otra cara de ese miedo es un sistema en el cual los funcionarios ejercen el poder desbordando las normas. Un sistema en el cual la fuerza pública, la recaudación impositiva, los dispositivos de inteligencia y la publicidad oficial son operados con criterios facciosos. Hay temor y hay silencio porque el que manda puede mandar más allá de la ley.

Debería celebrarse que la sociedad argentina no está condenada, a pesar de todo, a un orden tan rudimentario. Los dirigentes empresariales del sector agropecuario y, en menor medida, del energético (es el caso del presidente de Shell, Juan José Aranguren), algunos líderes religiosos e intelectuales, muchos jueces independientes y un sector de la prensa libre, entre otros actores sociales, han demostrado que es posible huir del envilecimiento al que conduce con tanta frecuencia el temor.

Son signos saludables en una Argentina fatigada por el desasosiego y por una particular concepción según la cual el poder sólo puede mantenerse a través de la crispación, el conflicto y, desde ya, el miedo. Superar la política de intimidaciones que se proyectan desde el poder será el fruto de un esfuerzo colectivo, capaz de resucitar nuestra cultura cívica. Sólo así se logrará reducir el miedo y ampliar la libertad.

Gentileza: la Naciòn

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